Este cuento de Navidad no utiliza
los tópicos del género, pero tiene la virtud de mejorar el humor, de liberar la
confianza en los demás y de proporcionar un
ánimo positivo. Lo que se espera de un relato navideño.
Paul Auster es un autor
norteamericano conocido principalmente por sus novelas (Ciudad de cristal, El palacio de la luna, Leviatán, El libro de
las ilusiones) que también es autor de poesía (Desapariciones: poemas), guionista (Smoke) y director de
cine (Lulu on the Bridge).
En 2006 recibió el Premio
Príncipe de Asturias de las Letras
“El cuento de Navidad de Auggie Wren” se incluye
en el guión de “Smoke”, una película de Wayne
Wang.
El relato cuenta la amistad entre
un estanquero de Brooklyn, Auggie Wren, y un escritor, Paul, que acude a diario
a su tienda a comprar cigarros. Al escritor le han encargado un cuento de
Navidad para el New York Times. Y Auggie le cuenta una historia… Como dice
Paul, el personaje, “mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna
historia que no pueda ser verdad”.
Aquí podéis leerlo y ver la
escena de la película Smoke. Dos versiones del mismo relato:
Escena de Smoke, de Wayne Wang
El cuento de Navidad de Auggie Wren
Paul Auster
Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda
demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado,
me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia
de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente
como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde
hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador
de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único
estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí
bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé
en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que
llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el
personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca
del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios
años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con
la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña
iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron
entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un
cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le
importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se
consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el
secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un
camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba
bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente,
llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus
fotografías.
Dado su entusiasmo y buena
voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie
me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin
ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e
idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de
su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los
últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la
calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en
color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de
cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año
diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1
de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas
debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y
empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se
trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran
iguales.
Todo el proyecto era un curioso
ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos
edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía
decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la
cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras
me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios
minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más
despacio.
Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar,
nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir
más pausadamente.
Presté más atención a los
detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las
variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles
diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la
actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de
semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a
reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su
trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un
instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles,
empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la
siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios
superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera
penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni
desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba
fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía
plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya,
montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba
su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera
estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
- Mañana y mañana y mañana -
murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía
exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil
fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos
comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de
cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que
me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana
me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría
escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que
no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación
le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin
embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?,
me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos
por encargo?
Pasé los siguientes días
desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros
del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento
de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de
espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos
de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos,
y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie
proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los
términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un
caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo
paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré
en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás
del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me
encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
- ¿Un cuento de Navidad? - dijo
él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío,
te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la
última palabra es verdad.
Fuimos a Jack's, un restaurante
angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de
antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo,
pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
- Fue en el verano del setenta y
dos - dijo.
Una mañana entró un chico y
empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte
años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del
expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los
bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al
mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que
estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y
cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación
por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media
manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo
no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí
su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado
a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el
carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre
desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de
enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos
estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los
nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en
la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era
drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin
mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el
impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al
respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro
sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a
pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida
visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso
esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de
Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no
hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver
la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum
Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que
me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y
recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el
apartamento que busco y llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo
intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo
cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta
arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién
es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
- ¿Eres tú, Robert? - dice la
vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta
años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
- Sabía que vendrías, Robert -
dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu
abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si
estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para
pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y
corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí
que las palabras salían de mi boca.
- Está bien, abuela Ethel - dij
e-.
He vuelto para verte el día de
Navidad.
No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera
decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de
pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a
ella.
No llegué a decirle que era su
nieto.
No exactamente, por lo menos,
pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando
engañarla.
Era como un juego que los dos
habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer
sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no
tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y
puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la
corriente.
Así que entramos en el
apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero
basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que
se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo
estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un
buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté
cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
- Eso es estupendo, Robert -
decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.
Siempre supe que las cosas te
saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a
tener hambre.
No parecía haber mucha comida en
la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de
verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase
de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de
vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una
comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos
un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en
el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me
disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas
dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que
hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una
verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y,
apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete
cámaras.
De treinta y cinco milímetros,
completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del
verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi
vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en
el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me
meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos
minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su
butaca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar
los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así
que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una
nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la
mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.
- ¿Volviste alguna vez? - le
pregunté.
- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber
robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de
devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero
en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
- Probablemente había muerto.
- Sí, probablemente.
- Lo cual quiere decir que pasó
su última Navidad contigo.
- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido
pensarlo.
- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.
- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso
una buena obra.
- La hiciste feliz.
Y además la cámara era robada.
No es como si la persona a quien
se la quitaste fuese su verdadero propietario.
- Todo por el arte, ¿eh, Paul?
- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un
buen uso a la cámara.
- Y ahora tienes un cuento de
Navidad, ¿no?
- Sí - dije -.
Supongo que sí.
Hice una pausa durante un
momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su
cara.
Yo no podía estar seguro, pero la
expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del
resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se
había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si
se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo
único que importaba.
Mientras haya una persona que se
la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
- Eres un as, Auggie - dije -.
Gracias por ayudarme.
- Siempre que quieras - contestó
él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes
compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
- Supongo que estoy en deuda
contigo.
- No, no.
Simplemente escríbela como yo te
la he contado y no me deberás nada.
- Excepto el almuerzo.
- Eso es.
Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con
otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
Smoke & Blue in the face
Paul Auster
Editorial Anagrama
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